En la época de la conquista la subordinación de las mujeres era algo universal e incuestionable. Aunque las crónicas de los conquistadores documentan un amplio espectro de atrocidades que no discriminaba género, la barbarie de su proceder se manifestó sobre todo en las diversas violencias que convirtieron los cuerpos femeninos en territorios arrasables. Esclavas sexuales y vientres disponibles, las mujeres nativas incorporaban literalmente la masacre de la conquista. Las violaciones masivas y sistemáticas perpetradas por los invasores fueron tanto un medio de propagar el terror como una metáfora de la América violada.
Durante los siglos posteriores, la participación pública de la mujer quedó eclipsada por la vida familiar y la crianza de los hijos. El ámbito del hogar se consagró como un destino y un castigo. Relegadas a las tareas domésticas, fueron amas o criadas de la casa pero siempre bajo la potestad masculina. Frente a las múltiples libertades que gozaban los varones, las mujeres tenían posibilidades muy limitadas. En la esfera cultural argentina, las voces de protesta comenzaron a hacerse oír recién en el siglo XX, y en particular a partir de los años sesenta. Impulsadas por los movimientos planetarios de liberación, ciertas mujeres asumieron un rol protagónico en la deconstrucción de un mundo restrictivo y excluyente que no les ofrecía un papel sino un trapo. En el seno de una sociedad que soslayaba sus aspiraciones y vulneraba sus derechos, Alfonsina Storni, Victoria Ocampo, María Elena Walsh y María Luisa Bemberg —entre muchas otras— cuestionaron una serie de conceptos establecidos, como el de masculinidad y el de femineidad, poniendo en evidencia la construcción histórica de los roles sociales que estamos condicionadxs a ocupar de acuerdo con nuestro género.
©Joaquín Salvador Lavado (Quino), Toda Mafalda, Ediciones de La Flor, Buenos Aires, 1993.