Precoz lector de aventuras y enciclopedias ilustradas, vecino de un Palermo pródigo en mitos pero emparedado entre bibliotecas y saturado de historias legendarias, el joven Borges llegaría a escribir sus propios relatos relativamente tarde. Módico transgresor sin red ni pudores, pudo sin esfuerzo aparente ser poeta y crítico ruidoso en sus veinte –que son los del siglo–, pero no inventor de historias. Urbano y civil lector, asomado a la calle pero sobre todo a los cuantiosos libros, la mera posibilidad de narrar se le figuró en intemperie desafiante, le costó aventurarse. Tardó en comprender, o en decidir, que a la hora de ficcionar solo contaría o recontaría lo leído, lo recibido de vistas y oídas: apenas transcripciones fraguadas tras múltiples salvedades.
Esa estratégica concesión al desvío para intentar la propia peripecia tuvo un contexto, una fecha y un lugar solo en apariencia sorpresivo: ese estridente espacio gráfico del periodismo popular que fue la Revista Multicolor de los Sábados del diario Crítica.
Al fervor reflexivo de Horacio Salas y de Sylvia Saítta y asociados le debemos el registro cuidado y accesible de los esplendores perpetrados cada sábado durante un par de años de la década que trivializó el uso de la infamia sustantiva y adjetiva. La Revista Multicolor, ese pliego de ocho páginas tamaño sábana que la golpista y golpeada máquina periodística de Botana publicó entre el invierno del 33 y la primavera del 34, es una maravilla. Un espacio ruidoso de festejo inteligente donde convivían y se alimentaban mutuamente la aventura, el humor y el despliegue visual.
Famosamente, Ulyses Petit de Murat y Jorge Luis Borges dirigieron ese suplemento de saludable entretenimiento literario. Un patio trasero para el ejercicio y la calistenia creativa, una vidriera aparatosa llena de guiños y ruido colorido que apareaba relatos carniceros de extramuros con sutilezas de Marcel Schwob, historias de gangsters y orgías romanas con epopeyas gauchas de pata en la tierra. Porque no solo Wells, Shaw, Kipling y Chesterton fabulaban felizmente traducidos; la guardia nueva, los y las jóvenes Amparo Mom, Dabove, Peyrou, Morosoli, Espínola, Norah Lange, la mítica Blanca Luz Brum, Guillot y algún González Tuñón explícito o embozado ficcionaban y hacían crónica libre sin techo ni problemas de género. Incluso Omar Viñole paseaba su vaca en esos prados.
Todavía –me parece– está por estudiarse el lugar central (no periférico ni ocasional) que tiene el humor en Borges. No solo Isidro Parodi y las impostaciones varias con Bioy, sino también algunos textos centrales, como “Pierre Menard” y “El Aleph”, son bromas colosales, geniales vacunas contra el engreimiento literario. Y es una constante, no una excepción.
Por eso, solo la estrecha perspectiva de una exégesis tardía y académica en el peor de los sentidos puede no conceder relevancia a aquel primer soporte elegido para despertar al invencible fabulador. Parece claro que Borges solo se aventura en las posibilidades del relato cuando asume –con la impunidad del tímido muchacho que va al corso y se disfraza– la decisión de pintarse la cara entre el ruido y los colores para la multitud dispuesta a entretener y entretenerse. Es precisamente ahí donde Borges, con solo algún esbozo de sketch orillero en Martín Fierro como antecedente, por fin se soltó a contar.
Y ese primer Borges narrador no cuenta solo sino ilustrado: comparte infamias, columnas, atención y cartel con algunos de los mejores dibujantes del medio y del tiempo.
Bruno Premiani le pone una fragata a plena vela a Lazarus Morell; Tom Castro es ilustrado por Parpagnoli; el proveedor de iniquidades Monk Eastman lleva un dibujo del talentoso paraguayo Andrés Guevara –figura medular de la gráfica argentina por dos largas décadas–; la terrible viuda Ching, el encubierto “El espejo de tinta” y una versión a cuatro manos de lo que sería después “Hombre de la esquina rosada” aparecen con dibujos del dotadísimo Pascual Güida. El Borges narrador de mediados de los treinta nace dibujado y en contexto distendido.
Así se puede aventurar, sin riesgo mayor de equivocarse, que por esos años, entre la sobriedad acartonada de Sur y las reseñas en El Hogar para la lectura perpleja de las señoras, aquel efímero Borges de la Revista Multicolor fue por un tiempo el más feliz, cómodo tripulante de travesías en espacios libres para el humor y la aventura que le permitieron soltar las amarras narrativas, darse los últimos permisos en la mejor compañía.
Los ejemplos presentes de intervención gráfica a partir de las ficciones borgeanas no hacen sino ratificar un gesto con antecedentes memorables.
Juan Sasturain
Director de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno
“El inverosímil impostor Tom Castro”, ilustrado por Parpagnoli, en Revista Multicolor de los Sábados, nro. 8, 30 de septiembre de 1933.
“El puntual Mardrus”, ilustrado por Pascual Güida, en Revista Multicolor de los Sábados, nro. 26, 3 de febrero de 1934.
La Biblioteca Nacional Mariano Moreno, a través del Centro de Historieta y Humor Gráfico Argentinos y del Centro Borges, festeja el 121° aniversario del nacimiento de Jorge Luis Borges.
Para ello invitó a un conjunto de artistas de un amplio y diverso espectro para que cada uno aborde algún objeto, figura o escena de la obra ficcional de Borges.
Se reunió así esta extraordinaria galería en la que cada uno de los veinticinco artistas convocados aportó su particular visión, técnica y procedimiento, en una celebración de las inagotables lecturas que ofrece Borges. El ilustrador es en primer lugar un lector que luego ofrece su propia lectura en un lenguaje diferente al del texto original. De esta manera el dibujo nunca es mera traducción de un lenguaje a otro, sino interpretación y recreación. En ese nodo de lenguajes reside el fascinante secreto de las narrativas gráficas.
Casi todos los que participan en esta galería son historietistas o lo han sido. La gran mayoría crearon especialmente para esta convocatoria la obra que se exhibe. La exposición progresa de acuerdo al orden de publicación en libro de cada texto original de Borges, lo que resulta en que se inicie con una de las pinturas en acrílico que Alberto Breccia, “El Viejo”, dió en su última etapa creativa, consagrada a la ilustración de obras de Borges.
Invitamos a leer con atención estas lecturas de un Borges dibujado que, esperamos, tal vez inciten nuevas recreaciones de una escritura infinita, como un dibujo que no termina en el dibujo mismo sino que se reformula para renacer en cada nueva ilustración.
José María Gutiérrez
Centro de Historieta y Humor Gráfico Argentinos
Biblioteca Nacional Mariano Moreno